JORGE ABBONDANZA
Si una actividad artística pierde la capacidad de convocatoria que tuvo en el pasado, esa crisis indica un desencuentro entre la oferta y el público que obliga a reflexionar sobre la situación.
El circuito montevideano de las artes visuales se está quedando sin visitas. Quienes concurren regularmente a ver exposiciones, encuentran casi siempre una sala vacía, excepto si lo hacen la tarde de la inauguración. Desapareció el público de conocedores y amateurs que hace medio siglo asistía diariamente a recorrer alguna muestra y en cualquier momento convertía esos espacios en lugares de encuentro, donde las obras exhibidas obtenían una alentadora respuesta colectiva. El fenómeno formaba parte de una ciudad culturalmente viva, y era muy caudaloso en las viejas salas de la Comisión de Bellas Artes, en las cambiantes sedes de Amigos del Arte, en el Subte Municipal, en el Museo Nacional del Parque Rodó o en el Centro de Artes y Letras de El País.
Pero esa circulación se evaporó y lo que sobrevive es un grupo de gente -habitualmente la misma- que no va a ver una exposición sino a compartir un vernissage, rutina más vinculada con las expansiones mundanas que con el disfrute estético. Hace décadas, la concurrencia tenía otro impulso y otros intereses, lo cual sucedía paradojalmente en una ciudad con población mucho menor que la de hoy. Pero es cierto que ha cambiado la composición de la masa social, porque se redujo el sector de la burguesía ilustrada mientras crecía un cinturón periférico cuyos habitantes son un mundo ajeno a toda propuesta artística. No era lo mismo la cohesión cultural del Montevideo de 1960 que la ciudad actual, con el injerto de más de 400 asentamientos y las puertas de acceso a las salas vigiladas por guardias o cerradas con llave ante las inseguridades del entorno.
EXPLICACIONES. En esa transformación debe buscarse la primera explicación de la fuga del público de exposiciones, aunque no es el único factor determinante de la crisis. Otro de ellos es la escasez de promoción, una herramienta que ha flaqueado de manera alarmante en los últimos tiempos a pesar del auge de la correspondencia por computadora y el envío de mails con invitaciones y material informativo. El problema radica en la naturaleza de ese medio epistolar, que es el más despersonalizado conocido hasta el momento, mientras están en vías de extinción las normas de la comunicación (escribir una convocatoria clara, para saber cuándo, dónde y cómo se producirá el hecho anunciado, y además no remitir ese mensaje a último momento), una decadencia que ocurre justamente ahora, que existe una cátedra para guiar a los despistados en el conocimiento de esa ciencia.
Otras materias (como el fútbol o el cine) tienen sus vías promocionales y disponen de espacios de difusión en la prensa, la radio o la televisión. Pero las artes plásticas han perdido esos espacios y casi nadie en los diarios, los canales, los organismos públicos, los museos o las galerías, se esfuerza por recuperarlos de manera tenaz y con regularidad. Es una lástima, porque este país no sólo ha sido y sigue siendo prolífico en talentos del arte visual, sino que se trata en esos casos de creadores nacionales, dotados de sensibilidad pero también de perseverancia para seguir trabajando y exponiendo lo que hacen. Su esfuerzo es doblemente admirable porque lo cumplen en un medio bastante apagado y a menudo mezquino, cuyo mercado artístico es minúsculo y fluctuante, y donde las posibilidades de venta o de cotización razonable no siempre se alcanzan.
Hubo una época en que ciertas galerías (desde Argul y Moretti en adelante) pelearon para imponer la debida cotización de sus artistas y luego hubo un período en que otras galerías (Gómez, Karlen, Speyer, Guerra, Marks, Castillo, Arrozés) supieron defender el valor de mercado de los plásticos con quienes trabajaban, respaldar a artistas emergentes y establecer categorías entre los distintos géneros, épocas, escuelas y nombres. Todo eso se debilitó a medida que los remates de pintura comenzaban a dominar el terreno y fijaban otras pautas al respecto, que son atendibles y a veces dinamizan la actividad artística, pero son asimismo azarosas, dado el mecanismo de lo que se subasta en lotes y al mejor postor.
RECONOCIMIENTO. En cualquier caso, ambas vertientes se inscriben en un medio modesto y retraído, donde no es fácil que la obra de un artista valioso logre un reconocimiento, una aceptación, una notoriedad y un precio dignos de su capacidad expresiva. Ese factor también incide, porque una cultura cada día más trivializada responde ante todo al llamado del prestigio que se irradia desde el exterior y por eso el público reacciona en masa únicamente si se le ofrece un ídolo (de la canción, las letras o la pintura) activado por poderosas palancas publicitarias, lo cual muestra cómo funciona la fama, que no debe confundirse con el talento o el vuelo creador.
Por todo ello, los discretos y luchadores plásticos uruguayos siguen trabajando, siguen exponiendo y siguen esperando estímulos y apoyos que no siempre llegan. El público, empero, por el momento ha desaparecido, empobreciendo la relación entre un artista y la sociedad, pero además privando a mucha gente del placer de contemplar su obra, incluyendo algunas de particular interés como las de Lanzarini, Patrone, Storm o Tomeo que se mantienen actualmente a la vista de quien quiera visitarlas en un radio de seis o siete cuadras. El público que se alejó de las salas ingresa a las filas del desconocimiento y pierde el goce de la belleza, sin que la cultura local disponga de fuerzas capaces de devolverle ese placer.
El País Digital
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