HORACIO A. ROSETE BRIGNOLE
Dr. Horacio A. Rosete Brignole
lunes, 31 de mayo de 2010
IRANÍES EN SALA CINEMATECA: ¿UN CINE EN EXTINCIÓN?
El reciente arresto, huelga de hambre y en definitiva problemática libertad condicional del cineasta Jafa Panahi en Teherán ha sido apenas un síntoma de la situación actual del cine iraní, jaqueado por un gobierno autoritario que concede cada vez menos espacios a las disidencias. El episodio tuvo incluso una repercusión europea: cuando Abbas Karostami estaba presentando en Cannes su último film, el tema saltó al tapete y el cineasta, que hasta el momento había preferido mantener un perfil bajo en temas políticos, se expidió con bastante dureza sobre su gobierno. Una época parece estarse cerrando (¿y otra abriéndose?, habrá que esperar) con respecto al cine iraní, que supo ser uno de los mejores del mundo y hoy enfrenta una crisis que no parece exactamente estética. Para examinar algunos aspectos del fenómeno, Cinemateca inicia el próximo martes 1 de junio en Sala Cinemateca un repaso de lo mejor de ese cine, y se permite titularlo con una interrogante que deja en el aire un tono ominoso: Iraníes, ¿una historia y una elegía? El ciclo arranca con La casa de mi amigo (martes 1º) y prosigue en días siguientes con Primer plano (jueves 3), La vida continúa (viernes 4), A través de los olivos (sábado 5), El sabor de la cereza (domingo 6) y El viento nos llevará (lunes 7), todas de Kiarostami; Salaam cinema (martes 8), Gabbeh (jueves 10), Kandahar (sábado 12) y El silencio (lunes 14) de Mohsen Makhmalbaf; El círculo de Panahi (viernes 11) y El color del paraíso (domingo 13) de Majid Majidi. Se podrían haber agregado otras películas, pero la muestra es amplia y representativa.
Desde el 1º al 14 de junio.
Sala Cinemateca – Lorenzo Carnelli 1311 –
Un poco de historia
Admitámoslo, el título del ciclo es un plagio: remite al famoso libro del norteamericano Dwight MacDonald sobre el auge y la caída del cine clásico soviético. Esa historia, expresión arquetípica del curso de colisión entre un movimiento artístico y una agenda política o religiosa., no ha sido por cierto la única. Se pueden llenar páginas, como MacDonald lo ha hecho, con los conflictos entre la frescura y la creatividad del cine soviético y la penosa Edad Media que el stalinismo promovió después, como se lo puede hacer con la riqueza del cine alemán de los años veinte opuesta a las producciones del nazismo, a lo que le pasó al cine checo (y en particular a la llamada “primavera de Praga”) luego de que los tanques del Pacto de Varsovia entraron en Praga el 13 de agosto de 1968, o cómo el llamado Nuevo Cine Argentino fue asesinado por la dictadura de turno a comienzos de los sesenta.
En ese aspecto al menos no parece excesivamente novedosa la crisis que parece experimentar hoy el cine iraní, con sus mejores cineastas censurados y “en capilla” por su disidencia política (Panahi), trabajando con capitales extranjeros porque no los consiguen en su propio país (Kiarostami), o directamente exiliados (la familia Makhmalbaf vive hoy fundamentalmente en Afghanistán, y trabaja en colaboración con productoras o distribuidoras europeas). El gran cine posterior a la “revolución iraní” de 1979 parece, lamentablemente, en vía de extinción. Vale la pena hacer su historia, y desear que no derive en elegía.
Cuando la revolución de 1979 transformó la decadente dictadura del Shah Reza Pahlevi en la rigurosa República Islámica de Irán, la producción cinematográfica cambió radicalmente, así como muchos otros aspectos de la vida. Para entonces, la industria cinematográfica iraní tenía cincuenta años de experiencia y mil doscientos largometrajes en su haber. La revolución del Ayatollah Khomeini la sorprendió, infortunadamente, en medio de la peor recesión de su historia. El desorden que siguió, marcado por la incertidumbre y los rápidos cambios políticos, condujeron al cine a un estado de caos. Nada anunciaba el dorado período de creatividad que seguiría unos años después.
La victoria de la revolución, el primero de febrero de 1979, fue acompañada por un período de recesión de cuatro años durante el cual la industria cinematográfica se llamó a silencio. Reinaba la confusión acerca de los límites de la propiedad privada. Las salas de estreno pertenecientes a empresas norteamericanas, inglesas y francesas fueron nacionalizadas. La situación política fue muy tensa durante los años 1978 y 1979, y varios cines, denunciados como “centros de corrupción”, fueron incendiados. Los dueños de las salas comenzaron a cerrar sus puertas, y los productores, que ya estaban en la mala, se negaron a invertir un solo céntimo en la producción de películas.
Uno de los problemas era que nadie sabía cómo iban a ser aplicados los preceptos del Islam para las artes y el entretenimiento. La producción anual, que había llegado a noventa películas en 1972, descendió a dieciocho en 1978 y alcanzó un piso histórico de once en 1982. Más tarde volvió a aumentar, pero no había suficientes salas. En 1986, más de la mitad de los cincuenta y siete films realizados en el año quedó sin estrenar. A algunos se les negó distribuidor. Sin embargo, gracias al bloqueo del cine extranjero, las películas iraníes superaron ese año a las importaciones por un margen considerable.
Si los tempranos años ochenta fueron tiempos difíciles para la industria cinematográfica, también determinaron un cambio en la actitud de las autoridades frente al cine, que empezó a ser percibido como una herramienta clave para la creación y difusión de un nuevo modelo cultural al servicio de los ideales revolucionarios. En 1983 se creó la Fundación Farabi del Cine, con el cometido de definir un nuevo modelo de producción cultural. Una de las metas fue la de crear un cine con una identidad cultural propia.
A la larga, la solución más sencilla fue la de buscar nuevos realizadores. Los directores veteranos comenzaron a verse estorbados, se los obligó a trabajar en condiciones que distaban de ser las ideales, y muchas de sus películas fueron prohibidas. Productores, libretistas y actores también tuvieron problemas, y se prohibió que las actrices populares durante el régimen anterior volvieran a aparecer en la pantalla y que las mujeres de “extraordinaria y seductora belleza” pudieran incursionar en la profesión.
Los recién llegados se beneficiaron del vacío dejado por este retiro prematuro y forzoso. Aparecieron nuevos actores, miles de jóvenes se graduaron en la escuela de cine, cientos de nuevos críticos aparecieron. El público creció con ellos.
La batalla por una producción autónoma conoció varias etapas. La primera se desarrolló entre 1983 y 1986, y su lema fue “renovación”. El director de la Farabi explica: “Calculamos que para sostener una industria cinematográfica completa, con sus laboratorios, salas y personal, necesitábamos producir cuarenta y cinco películas al año. Desde un punto de vista económico, nuestro cine debía hacer dinero, de modo que desarrollamos una serie de reglamentos para que ello fuera posible. Por otra parte, desde un punto de vista cultural, nuestro cine debía dirigirse a nuestra gente y reflejarla en la pantalla”.
Pocos films realizados en esos primeros años se recuerdan hoy. La propia crítica iraní ha sido severa con ellos, tachándolos por lo general de banales, oportunistas y falsamente revolucionarios. Más importante parece haber sido lo que ocurrió a partir de 1987, momento en que la Farabi se sintió con fuerzas para dar otro paso: considerando que el cine ya podía subsistir por sí mismo, comenzó a apuntarse también a la calidad. El Ministerio de Guía Islámica creó un sistema de calificaciones, de la A a la D, de acuerdo a su mérito. Los films calificados A y B pueden cobrar entradas más caras y publicitarse en televisión, y tienen prioridad en las salas de provincia. Las calificadas C y D no pueden hacer publicidad, se exhiben en pocas salas, y en particular las D no se exhiben en provincia y sus directores arriesgan perder sus permisos de trabajo. El sistema ha favorecido algunas obras “difíciles” como las de Abbas Kiarostami, pero también ha sido utilizado para desembarazarse de películas sospechosas en términos políticos o religiosos.
En 1996, algunos de los problemas de la economía iraní repercutieron sobre el cine y provocaron una crisis que comenzó a revertir en parte hacia fines de año, cuando se restablecieron por ley algunos mecanismos de subsidio y se dio un nuevo impulso a la producción a través de organismos e instituciones como el Centro para la Promoción del Cine Documental y Experimental, el Centro Islámico de Práctica Cinematográfica, la Sociedad Iraní para el Cine Joven y la Fundación Farabi. Otro organismo que ha jugado un papel importante en el desarrollo del cine iraní (y al cual ha estado largamente vinculado Abbas Kiarostami) es el Instituto para el Desarrollo Intelectual de la Infancia y la Juventud, fundado en tiempos del Shah por la princesa Farah y reciclado luego por las autoridades islámicas.
Parece claro que el giro conservador producido en el gobierno iraní en los últimos años ha puesto fin (o por lo menos está estorbando bastante) al cine más crítico y creativo. Qué ocurrirá en el futuro es una incógnita: siempre es arriesgado practicar desde la distancia diagnósticos y pronósticos. Entre tanto, varias de las grandes películas iraníes de su mejor período (casi todas estrenadas en su momento por la Cinemateca) están aquí, y acaso hay que verlas ya con una dosis de nostalgia.
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